Reportar la
guerra: ¿una acción neutral?
Por
César Gómez Chacón
El reportero que ya conoces, bien afeitado, y casi
impecablemente vestido, te mira desde la pantalla, engola la
voz, que también conoces, y te dice que está en pleno campo
de batalla, y que ahora verás las últimas imágenes, que su
camarógrafo acaba de filmar, a riesgo de su vida. Entonces se
nubla la pantalla, y comienzas a ver destellos de colores, de
arriba abajo y de abajo a arriba... “Yo creí que este era
un hombre serio”, piensas, y tal vez no estás equivocado.
Reportar las nuevas guerras imperiales, del lado del imperio,
es una tarea de hombres y mujeres serios, muy disciplinados,
que deben respetar determinadas fronteras, si quieren
garantizar su estancia y protección en el frente, y sobre
todo su regreso triunfal a las respectivas redacciones.
Lo primero es lo de siempre, la ley de todos los días, la que
no se deben olvidar: el periodista –quiera o no— responde
a la política editorial del órgano que le paga. Podrá, como
ser pensante, tener sus propias convicciones, pero difícilmente
pueda imponer a la redacción un reporte opuesto a esas cotas
editoriales “invisibles”, que obviamente responden a
intereses superiores, como el de los dueños y los
anunciantes, o sus “amigos” los políticos importantes.
Es así como funciona la “libertad de empresa”, aunque
pocos en este mundo se atrevan a aceptarlo. En tiempos de
guerra, el fenómeno es más evidente. Queda siempre muy claro
de qué lado están el reportero
y aquellos que lo enviaron al campo de ¿batalla?...
Obviamente, hay conflictos entre terceros, en los cuales una
redacción y su corresponsal –sin compromiso definido entre
uno y otro adversario-- pudieran asumir, efectivamente, una
posición algo más “neutral”, y de pronto parece que
informan más apegados a la verdad. Pero son los menos, porque
las guerras así son tan poco interesantes, que a casi ningún
anunciante le interesa invertir su dinero en reportarlas.
De hecho, han ocurrido muy cruentas contiendas, en lugares
apartados y empobrecidos de este mundo, donde resulta poco
menos que imposible saber lo que está ocurriendo, las causas
del conflicto, y en qué circunstancias un bando se declarará
vencedor, y el otro vencido, simplemente porque no fueron de
interés para la gran prensa.
El corresponsal de guerra en el frente, aunque sea un civil,
está sujeto a la inevitable tutela del mando militar, que
domina el terreno desde donde está reportando. Esto incluye,
en primer lugar, la gestión al más alto nivel, para que se
le autorice a permanecer en el lugar de las acciones.
A partir de ahí, pasa a ser uno más de la tropa, de la cual
depende para su alimentación, albergue, avituallamiento, así
como para el movimiento en el frente, y para el envío de los
reportes a la redacción, aún cuando tenga un teléfono o un
ordenador directo al satélite, y la censura se realice en
otra parte.
Es difícil que el reportero en esas circunstancias pueda ser
–como algunos pretenden-- esa especie de ángel caído del
cielo, amparado por determinadas leyes internacionales, que el
adversario deberá respetar.
En última instancia, es conocido que las bombas y los cohetes
viajan cada vez a mayores distancias y, por inteligentes que
sean, no pueden diferenciar entre un hombre con un
lanzacohetes y otro con una cámara o un micrófono en la
mano. Aclaro que no me refiero a los “daños colaterales”,
término –por demás-- demasiado corrompido por el uso.
El periodista que pretenda hacer su trabajo desde el lugar de
las acciones bélicas, depende también de “su ejército”
para garantizar lo más preciado: la propia protección
personal. Reportar hoy una guerra “por la libre”, es
simplemente ir al suicidio.
Si a todo lo anterior le sumamos ese precio que siempre debe
pagarse, el de la censura impuesta por los intereses políticos
y militares, entonces cabría preguntarse: ¿dónde está la
neutralidad del periodista en el conflicto armado?
Ya se sabe que la primera víctima de todas las guerras es la
verdad. Por otra parte, es muy difícil que un mando militar
deje a un periodista “operar” en su territorio, si no está
absolutamente seguro de que sus reportes van a responder a
esos intereses. Pues se adapta a esas leyes y cumple con la
disciplina, o se va para su casa a ver la guerra por televisión...
si puede.
A los norteamericanos se les fue el asunto de las manos cuando
se embarcaron en su aventura en Vietnam, y hoy se sabe
perfectamente que, entre las causas de aquella derrota y del síndrome
del cual no se curan, están aquellas fotos y películas
llegadas “en caliente” desde el frente.
Las imágenes del “terrible enemigo”: las aldeas
vietnamitas masacradas, personas ardiendo vivas con el napalm
encima; niños
muertos en los brazos de las madres desesperadas, junto a las
de los “valerosos” soldados yanquis: sonrientes con las
cabezas de sus víctimas en las manos, o rematando de un tiro
en la nuca a prisioneros maniatados, a los que antes habían
golpeado con las culatas de los fusiles, pusieron en duda el
“heroísmo” de las tropas enviadas al sudeste asiático.
La transmisión en directo de las continuas llegadas a la
Patria de los “soldados invencibles”, metidos en ataúdes
con las banderas de las barras y las estrellas por encima; así
como las imágenes de los helicópteros y los B-52 (sí los
mismos B-52 que ahora bombardean Kabul) destrozados por las
antiaéreas vietnamitas; junto a las de los soldados heridos y
aterrados, tratando desesperadamente de huir en los helicópteros
de rescate, sembraron el pánico en las familias
estadounidenses.
Y, finalmente, en vivo y con lujo de detalles, se fueron
acumulando sobre las conciencias del pueblo norteamericano,
todos los reportes sobre la creciente ola de movimientos
contra la guerra, que se desataron en todo el mundo y en los
propios Estados Unidos.
Los estudiosos de la derrota lo dejaron claro: nada de eso
puede volver a ocurrir. Las próximas guerras las reportaremos
únicamente nosotros, y serán invisibles, o sólo dejaremos
ver lo que nos convenga. Así ha sido hasta hoy. Entre los
primeros objetivos militares de cualquier enemigo de los
Estados Unidos, están sus torres y transmisores de televisión
y radio.
Qué podemos esperar entonces de quienes están reportando
“in situ”, del lado del imperio, la primera contienda de
este siglo, “la guerra de las lucecitas”, como titulé un
comentario que escribí recientemente, y de lo cual extraigo
unos fragmentos:
“...Finalmente, el cacareado desquite contra los talibanes ya está en
todas las televisoras del mundo, y en Internet, pero... es una
guerra que no se ve, apenas unos reflejos, como de estrellas,
que se diluyen en las pantallas: así nos han presentado este
primer capítulo del inicio del ataque con cohetes sobre
Afganistán. La guerra es ahora unas lucecitas.
Según el guión de la nueva trama imperial, todos debemos creer que las
bombas, los cohetes y otros “pirotécnicos” sólo harán
daño a los malos de la película, a sus instalaciones
militares, a los centros de mando, a los campamentos de
terroristas, a los aeropuertos... Nadie puede decir –o
filmar-- otra cosa.
Esta guerra será distinta, se anunció desde el principio, y a juzgar
por las imágenes que (no nos) llegan, lo está siendo. Esta
vez los Tomahawk son más inteligentes: no morirán niños, ni
mujeres, ni ancianos, ni otros civiles inocentes. Tampoco habrá
“daños colaterales”. Simplemente lucecitas, y viejas
ruinas –los edificios de Kabul— un poco más arruinados
después de los bombardeos. ¡Qué vivan las grandes imágenes
de la nueva guerra!, lo demás, imaginémoslo...”
La guerra vista hoy desde la CNN tiene dos o tres aristas más:
la muestra del poderío militar norteamericano e inglés, con
bellísimas imágenes a contraluz, de los cohetes lanzados
desde los acorazados, de los portaaviones en plena faena,
diurna y nocturna (que es todavía más “excitante” a la
vista), y de las aeronaves y los soldados último modelo,
verdaderos genios del diseño moderno, cada vez más cercanos
a la ciencia ficción. No es secreto que lo mejor de Hollywood
anda detrás.
Alguien cree de veras que Amaro Gómez Pablos, de la CNN en
español, tiene otra alternativa a reportar de la manera que
lo hace. Alguien piensa que llegó allí por su cuenta y
riesgo, y puede decir y hacer lo que le venga en ganas. Claro
que no: está allí porque su redacción lo mandó a estar allí,
y porque el mando de la Alianza del Norte –en coordinación
con los norteamericanos-- le está ayudando a estar allí.
Salvo que ocurra un imprevisto, no podrá salirse del guión
preestablecido, porque sería de la única forma en que
empezaría a correr el riesgo de convertirse en otro daño
colateral.
En síntesis: el reporte de las nuevas guerras imperiales
tiene sus leyes bien definidas, aunque no siempre escritas. Y
los pocos agraciados que reciben la posibilidad, el permiso, y
el apoyo para transmitirlas “en vivo y en directo”, no
tienen más remedio que acatarlas, porque ellas son
celosamente defendidas por aquellos que los mandaron, les
pagan, les censuran, y les cuidan, que al fin y al cabo son
los mismos.
César
Gómez Chacón
La
Habana - Cuba
investig@prensaip.co.cu
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